Gionnaeccie
Mi nombre es Gionnaeccie. Una y otra vez Gionnaeccie me llaman cuando despierto ¡Gionnaeccie! y despierto. Y detesto ser llamado a la vida, continuidad de sucesos intrascendentes que experimento por un mandato externo que me condena sin modificarme. Detesto la vida y los sucesos intrascendentes. No soy ninguno de los dos. Apenas vivo nuevamente cada instante como el primero y conservo una vana esperanza de morir definitivamente, en este instante. Instantánea vida e instantánea muerte, instantáneamente, me llaman Gionnaeccie.
Me gradué en finanzas y me dedico a contar, una y otra vez. No soy prestamista, no tengo nada que ver con préstamos, quizás porque carezco de dinero, de títulos, de valores; quizás porque en el mismo momento en que inicié mis estudios superiores, amé la economía, la ciencia política, y detesté las finanzas, que entorpecieron mi vida del mismo modo que entorpecieron la economía y la ciencia política. Continué mis estudios obedeciendo voluntades y convicciones externas, imposibilitado por circunstancias que detesto contar. Hice lo que debí en aquel momento y en adelante jamás pude realizar lo que quise porque suprimí mi voluntad y con ella mi elección. Mi vida carece de sobresaltos, ignoro lo que sucedió antes de ingresar a la universidad porque una y otra vez cambia en mi mente cuando me llaman, de modo que todo se reduce a mi experiencia en el campo de las finanzas y mi frustrado deseo económico, que conforman mi única seguridad.
Prefiero dormir cuando no estoy dispuesto a buscar empleo, cuando otras voces no me llaman para que busque cualquier intrascendencia que interrumpa mi angustiosa monotonía. Otras voces se adueñan de mí pronunciando mi nombre: “¡Gionnaeccie!” dicen, en diversos tonos, modulaciones, con diversas intenciones que me lastiman “¡Busca trabajo! ¡Vagancia! ¡Inutilidad! ¡A eso te dedicas para consagrarte en la miseria!” me gritan algunas voces que no soportan mi reposo y conocen cuánto detesto su mandato. “Reposa sin preocupación alguna o acabarás destrozando tu sistema nervioso. Todo tiene solución. Para cada quien existe un lugar. Quizás el tuyo está en descansar, en intentar soñar un poco mientras en el mundo exterior giran intrascendencias”, dicen suavemente otras y me sonríen mientras y comparto su risa entre el humo de un cigarro que lentamente se pierde en la niebla del sueño. “Gionnaeccie…Gionnaeccie…Gionnaeccie” dicen otras que me arrebatan de los vapores sueño buscando un combate que nunca evito, pero cuando salto del sueño a la guerra huyen y me dejan envuelto en la penumbra, con las extremidades rígidas y temblorosas, hinchado el pecho de pulsaciones, atragantado el cuello, plagados los ojos de rápidas y giratorias luces multicolores que me depositan en el mareo insoportable de otro instante de vida que no he buscado.
En el gimnasio encuentro un poco de reposo, quizás porque anulo ciertos pensamientos, ciertas voces mientras cuento una y otra vez hasta diez, estiro y contraigo mis músculos, y descanso, y luego cuento hasta cuarenta y continúo, serie tras serie, contando sin cesar, alrededor de dos horas, y el sudor resbala por mi cara y luego salta de mi barbilla al suelo y el charco entre mis piernas es como un reloj que va llenándose de gotas de sudor como de segundos, hasta que cierta cantidad me indica que ya, otra vez. Siento cómo se hincha cada uno de mis músculos y cada una de mis venas, como si un suspiro de alta presión fuera liberado hacia ellos por mi angustia de imaginar otra vez mi nombre pronunciado afuera, donde todos quieren saludar y en tanto me llaman aspiro llenando mis pulmones y contengo el aire cuanto puedo hasta que la antesala del desvanecimiento me obliga a exhalar. A veces me creo un pez globo. Todos los días me hincho para infundir un poco de temor en los otros y adquirir el valor suficiente para obligarlos algún día a callar mi nombre, a tragarse mi nombre e hincharse con su propia angustia.
Frente a mi padre no puedo, soy Gionnaeccie el desinflado, neumático inservible, suela de zapato talla cuarenta que calza mi padre y apreta el acelerador mientras sube volumen al radio y grita las canciones que detesto y me mira con deleite por el espejo retrovisor. Veo la imagen de la válvula de neumático que se yergue y tiembla agitada mientras se le escapa el aire y cuando ya no hay más cae, cabeza mía que se enrojece en señal de peligro, pero no asusta, apenas avisa la próxima derrota. Me hincho de humo y otra vez el mundo bajo mis pies, Gionnaeccie el gigante que ama los seres del universo y les permite vivir mientras se abstengan de pronunciar su nombre. Realmente no odio mi nombre, es solo que hay momentos en los que no quiero que me recuerden lo que soy.
En todas partes intento inflarme. Cuando camino cuento segundos hasta una esquina o gotas salpicadas por la fuente de un parque. De un modo inverso intento inflarme contando mis pesares a la única persona en la que logro depositar toda mi miseria sin sentirme peor. Sé que me desinflo delatándome, confesándome, y prueba de ello es mi cabeza gacha al terminar mis relatos, pero no puedo evitarlo e intento convencerme de lo contrario. Aunque lo evite, siempre aparece un nuevo suceso que me obliga a buscar voluntariamente aquella oreja inmodificable, que no se hincha ni desinfla con lo que oye, la oreja de metal, diseñada para escuchar cualquier cosa como si fuera música. Siempre que la veo me pregunto porqué existe el caucho. Si no existiera el caucho yo jamás hubiera existido, sería una acústica oreja inmodificable de metal o una estática y olorosa lengua de madera que al intentar hablar golpea suavemente el paladar una y otra vez, con ritmo y constancia como el reloj de los bosques, madera que se alza y cae y adormece con su aroma de plenitud.
Cada día me inclino más hacia campos impalpables, fruto de mi pánico teológico, que enfoca, a cada intento más nítida, la imagen de quien prometió impedir mi felicidad. Amé, y supongo que amó, que nos amamos, pero no toleró mi despedida, y aunque hoy no comparto mi más profunda intimidad con nadie, no pienso regresar a ese enconado lugar de pasión. Es que fuimos uno y luego dos, fuimos incompletos antes de encontrarnos. Y si fuimos uno y luego no, si salimos corriendo del lugar que nos contenía, que nos apelmazaba entre extremos coincidentes, cómo creer que en la huída no quedó algo de cada uno olvidado en aquel lugar, resorte atado a las rocas del recuerdo que nos obligó a regresar y escapar hasta reventarse, lechosa médula multiforme, diseminando por el mundo lo que quedaba de cada uno en los dos. Eso mío que otro ser posee me hace vulnerable al modo del vudú. Soy un muñeco deforme que corre por su interior y puedo ser lastimado por una costilla, por un mordisco, puedo atascarme en cualquier capilar. Eso suyo que me habita me hace vulnerable al modo de las posesiones. Cuando quiere habla y se apodera de mí y no logro controlarlo. Realmente recuerdo poco de lo que sucedió entre los dos, y quizás esa es la puerta del misterio. Al existir espacios vacíos en mí, es posible que depositen vivencias al azar en mi memoria. Quizás lo que intento contando es llenar esos espacios con mi voz para que esta se repita en mis ratos de ocio y yo viva en un sólo presente aunque este sea una incesante repetición numérica. Quizás esa voz se amplifica entre mi cavernoso cuerpo y algunas personas logran escucharla y llevados por un instinto básico a ocupar las cavernas y los lugares escasamente defendidos, incrustan allí sus vivencias o vivencias que diseñan para mí. Quizás lo único que aun no logro descifrar es cómo ella logró borrar mi memoria, virus que ingiere mi sistema inmunológico y me hace vulnerable a cualquier viento humedecido.
Sé que contribuí concientemente al escribir esto, y que en gran medida de este acto depende mi vida. Esta era la única solución a la monotonía de escuchar mi voz y esa otra voz grabando, borrando, repisando y confundiendo sucesos hasta enloquecerme. A esa angustiosa pugna de palabras improvisadas, como de un interrogatorio en que no logro ver a quien se oculta tras el oscuro cristal de mis párpados, preferí el zumbido de enjambre de los teatros y auditorios, aunque yo sea el actor y mis palabras sean escuchadas intermitentemente, cortadas por recuerdos y sueños y uno que otro Gionnaeccie que me busca intentando una perfecta pronunciación. Sólo porque lo acepto ruego que no imaginen más sucesos ni me llamen más de una vez diaria. Cuando piensen en mí, léanme alguna historia donde yo no exista o cántenme una canción, hay algo de ustedes que ya es mío y que nos vincula en un espacio de extremos coincidentes hasta reventarnos como una lechosa médula multiforme.
Ustedes puede borrar mis palabras, grabarlas, repisarlas, confundirlas, yo haré lo mismo con las suyas, y cada que ustedes olviden algo, estaré allí, imagen enfocada a cada intento con mayor nitidez, prometiéndoles impedir su felicidad, corriendo por su interior, lastimado en una costilla, por un mordisco, en cualquier capilar, hablando, escuchando, ocupando sus cavernas y sus lugares escasamente defendidos, incrustando allí mis vivencias, aunque, el sueño de sus ojos, el fin de sus manos abiertas sosteniendo estos párrafos, desinflarán mi vida tan rápidamente que ya no podré escuchar ni en sueños un Gionnaeccie porque el tránsito ente esta ficticia existencia que ustedes me dan, y la que intento crear para no desvanecerme, son una sola que se denomina voluntad y que requiere cuerpos para transformarse y sobrevivir, mas, si no tengo cuerpo, excepto el que ustedes me imaginen, sólo puedo deducir que soy su voluntad de querer existir más allá de ustedes, hermosas orejas de metal que me usan para adornar sus constantes lenguas de madera que ahora repiten lo que escuchan en un acto en el que más parezco una conciencia que la prefiguración de un ser: Cuánta magia desplegada para que nada sobrepase la ilusión. Sí, yo soy Gionnaeccie, el mago. Evaporado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario